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Razones

Porque cada pájaro estaba embozado bajo un violento azul, intolerable para mis ojos criados en sótanos. Porque allí encontré, en los primeros años, los eternos manuscritos que machacaban, como si fueran fruta exquisita, a los imbéciles y sus minutos. Porque fueron sus expectoraciones las que arrojaron contra los cristales pedazos de pleura para saludar a los viandantes, decorando con alcantarillas las escaleras que subían a sus escritorios. Porque en los pezones de cada uno colgaron llaves de cárceles con sonajeros embadurnados de la roja leche de las salamandras. Porque tras su huella cayó un fuego, que se extinguió en la carpeta del burócrata. Porque empozó el maíz en el nudo de algún abismo, que ni siquiera tuvo el privilegio de ser el último. Porque aún así alargó la sombra, con necedad y paso cojitranco, como mendigando las merecidas miserias. Porque picoteó, de la sequía a la ceguera, atrayendo la atención de la indiferente estrella. Porque alzó orgullosa sus intestinos, atizando un fuego de ladrillos, haciendo gruñir al granito justo al momento de alzarse el alba. Porque quebró la porcelana, girándola como péndulo al centro de la plaza extinta, justo a sus muros de negra espuma tallados con pezuñas de buey. Porque ofendió la mañana, dejando su excremento sedimentarse en las calles de rededor. Porque pululó como limo verdoso, vaho antiguo envejeciendo los ya envejecidos musgos. Porque agrió el agua, dejando en la superficie la nata de los últimos gemidos de los que se ahogaron, acompañados de esa mirada que hace quince años pudo ser el bordón que te aguantara la herida palpitante de paloma tísica, mas ahora solo una secreción que reina frente al mar de tu ceniza. Porque allí se posaron todas las lluvias del invierno, con sus telarañas y ventanales taladrados y sellos forjados en duro metal, indeleble marca de la lágrima. Porque fue un desborde magnífico (he de admitirlo, con rencor), una erupción que arrastró en su lodo tantas plumas y electrodomésticos, a tal punto que nunca fui capaz de dejar el pánico. Porque de él se alimentaron los huevos de los rascacielos, y eclosionaron en sanguijuelas que se arrastraron por mis piernas, para apagar los fungosos tizones del hogar inexistente que encajaba, por lo menos, el reflejo esperanzado de mi mirada. Porque desde entonces no hubo madera o mueble o espejo tras cuyos rincones de sombra tímida un cuello de cisne me ofreciera consuelo. Porque supe ilusión pensarse ángel por lo menos una tarde o un instante, y antes, me hizo testigo de lo que no se repetirá, siempre de lo que no se repetirá; así, los ruidos de motores ahogaron el café de la mañana y el viento entre los árboles, sedimentando toda posible mirada como temerosa inspección y cualquier asomo de cabello en cabalgata como sumidero de batanes. Porque una amargura en el fondo del paladar fue el sabor del durazno, revelando no sólo el pálpito agrio de la boca de los predicadores, sino su vómito deslizándose entre las columnas que sostienen cada altar. Porque, en un salto y como videntes, cambiaron cíclopes por bicicletas: fue en domingo, a la hora del ángelus,  y en la feria del pueblo dijeron que en los hierros que sostenían las atracciones mecánicas habitaba el baritar de los elefantes. Una tarde, una tarde estaba a punto de habitarse, tan solar que hubiera sido imposible el gorgoteo de los zamuros; porque el leguleyo pidió la palabra, porque tintinearon los billetes y desplegaron sus alas las monedas, porque bruñeron con un nuevo metal las campanas entrevistas entre los aleros de las viejas casas. Fue entonces, durante tres días, que el cadáver insepulto agredió con su hedor a cada guardián de la historia, pero fue inútil: se prefirió la rectísima paz de los sepulcros, el entierro del llanto de los insepultos. Porque se bordaron luminarias al son de los trenos, que inflamó hasta su extinción el hijo del Rey, para luego sodomizar a nuestros abuelos, dejándonos tras la puerta de nuestra casa una pequeña gorgona. Porque fue la oportunidad para las hienas y toda su cohorte. Porque se escabulleron entre el tráfico con su risa loca y sus fauces de luz pétrea. Porque cincelaron con elegantes fibras de petróleo la flama de un nuevo cincel que en el furor disimuló sus pasos. Porque a la sombra creció lo pútrido, sin decirlo. Porque fue el líquido para revelar los rollos fotográficos donde se consignó mi niñez, para trazar los arcos y aros de la laguna, cuya humedad era improbable. Porque fue estéril el intento, condenado de antemano por los marsupiales que sostenían las los cerrojos de los armarios. Porque la contenida pequeñez estalló en gránulos mordientes, enconados, con llagas que besaban, lúbricas, la brea burbujeante entre las pequeñas manos de un arcángel mutilado por las pesadillas de su dios. Hubiera querido éste cantar, pero en la pesca hubo luto: en la malla tan sólo recogió casi extintos trozos de cadáveres, y le abrumó el recuerdo de los huesos y las vísceras tejiendo sus olvidos en lo profundo de los cafetales. Porque el puñal fue más cansancio y resignación, mientras en los aleros de las altas edificaciones se desgarraba al caballito de madera a la vista excitada de los transeúntes. ¿Podría recordar que ese juguete que hace tantos años fue música para los frescos oídos del infante, también fue la primera de sus futuras notas fúnebres? Y tras las preciosas lozas, maderas, alfombras y cerámicas que reciben nuestros pasos, porque el viejo gusano roe el mundo desde antes de su creación, y en la lápida apenas comenzó a desmoronarse el ayer.

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