En la historia de la humanidad, Jesús de Nazaret
es uno quien, sin haber buscado tal merecimiento, alcanzó fama perenne en
aquello que Gérard Mairet llamó “el mito de Occidente”. A tal punto que éste es
–sombra innombrable, insondable– la columna vertebral de toda investigación erudita
que, desde el siglo XVIII, se desarrolla en torno al asunto (Quest) sobre el
Jesús histórico, desde sus orillas más fideístas hasta las más positivistas, desde
las más conservadoras hasta las más contestatarias, cubriendo todos los puntos
del espectro. De esta columna, constituye su nervio central lo que Fernando
Bermejo Rubio reseñó como “el mito de la singularidad”.
Uno y otro mito fueron señalados por Celso, en
el siglo II d.c., si bien el señalamiento quedó oscurecido por el hecho de ser
escrito bajo la forma de polémica (Alethés lógos). Podemos imaginar (sólo a
manera de elucubración) la tarde en la que Celso barruntó que aquella peligrosa
secta daría al decadente corazón del naciente Occidente una condición de
eternidad, solo comparable al de Tántalo, intolerable y suicida, pero deseable,
en este territorio de espejos que ante sus pies veía nacer.
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