Estiró la mano. Ella sola buceó entre la espesura del calor y, al acercarse al vaso, el vaho del hielo le alcanzó a producir un pequeño escozor. En ese instante de pocos centímetros, antes de posarse sobre la superficie del vidrio, evocó un pasado imaginado en el que caminaba por una playa, sola, con un vestido ligero que le permitía sentir con fuerza el frío de la brisa que barría la superficie.
El recuerdo se esfumó. Frente a sus ojos y hacia sus labios, ahora, se acercaba el vidrio modelado conteniendo el agua con hielo. Un frescor quedaba iniciado en su mano derecha, como queriendo reptar por su brazo, y empezaba a deslizarse por entre sus labios. Desde el centro que conformaba el cristal, y más allá de él, se desplegaba la apremiante aridez, de la cual todo parecía querer testificar: el vestido de flores tristes que envolvía su piel; la mecedora oxidada sobre la cual reposaba; la tierra seca pero aún con matojos de hierba triste; los límites de las callejuelas alguna vez trazados; la temprana y descolorida vejez de las casas de la acera de enfrente; los perros flacos y los niños que con lentitud buscaban las sombras. Se alzaba la rueca abandonada del tiempo. Posó de nuevo el vaso, en tanto el aire reverberaba.
Al fondo se oyó un berrido, no muy fuerte. «Se despertó», pensó Berta. Con pesadez, abandonó la mecedora, y el lento caminar le fue perlando de sudor la frente. Bajo su peso, a cada paso las tablas del corredor expresaban un asombro. A su lado pasaron dos envejecidas puertas de madera, que sólo recibieron su desinterés. La tercera guardaba su tesoro, su dolor, cuyo débil chirrido anunció, a la penumbra, la ansiosa mirada de la anciana posándose sobre el viejo y desordenado camastro. Olía a orines.
Samuel se había revolcado. Las delgadas cobijas serpenteaban, en desorden, por entre sus delgados miembros, tapando con pudor las cicatrices de su pecho. Seguramente el movimiento del muchacho había alejado la almohada, que ya no era el cuenco de las babas que fluían, libres, sobre el colchón. Por encima de ellos, el aire caliente y denso formaba el abrazo paterno en su ausencia de veinte años, en tanto las paredes de bahareque y cal le contenían como la madre no presente.
«Habrá tenido una pesadilla», concluyó Berta, y profetizó las horas que vendrían, inquebrantables como ayer: dentro de poco el niño despertaría, iniciando su letanía en el patio de la casa ya con el primer frescor de la tarde; ella, atenta a sus movimientos, empezaría a moler el maíz previamente humedecido el día anterior, a preparar la masa y darle forma y, al tiempo, dejar preparada la carga del día siguiente; al filo del término de la tarde, encerraría a Samuel en el útero, y caminaría al monte en busca de leña; a su regreso, ya respirando los primeros grillos nocturnos, se bañaría y se arreglaría para la misa de siete; después, volvería a casa a recoger el estropicio del monstruo encerrado, a procurar devolverlo a su condición casi humana, a recitar las oraciones desesperadas a un cielo vacío, y dormiría temprano. Muy de madrugada, a las dos, se levantaría a encender la leña del horno, en tanto el noctámbulo saldría de nuevo al patio a olisquear a las creaturas que se alzaran entre las sombras; las arepas adquirirían, poco a poco, su textura definitiva, y los transeúntes empezarían a llegar para intercambiar sobrevivencias con ella; a las siete, el niño, Samuel de nuevo, deambularía con sensatez por entre corredores y patio, hasta buscar a sus padres otra vez y dormir largamente. Era el tiempo que Berta aprovechaba para reponer su sueño y, luego, comprar los abastecimientos necesarios para su escaso hogar. Llegaba entonces el mediodía, y se sentaba, en la mecedora oxidada, a adivinar con acierto sus próximos pasos, a desgranar recuerdos y angustias, quimeras y golpes.
Berta se acercó al camastro y con suavidad acarició el desordenado pelo de su nieto, que respiraba por la boca entreabierta, pues el moco abundaba en sus narices, invitando a algunas moscas que revoloteaban en busca de su espesa flor.
(...)
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