Seco como un madero en el desierto, se
irguió Lope de Aguirre en medio de la densa humedad que se levantaba del suelo, sobre
la proa de la podrida nave que se deshacía entre las patas de insectos y lianas
de selva. A unos pasos, don Fernando, Príncipe del Perú, se extasiaba en el
alboroto de la espesura.
«Tengo sed», susurró a su espalda Elvira.
Aguirre la miró con conmiseración: «Siempre tendremos sed», la consoló.
Un alboroto, acompañado de gritos,
tumultos y dos arcabuzazos, hizo emerger de la fronda la multitud de aves que
se elevaron chillando. Pálido, Pedrarias se asomó, empuñando la herrumbosa
espada.
«Vamos, Pedrarias», le espetó Aguirre: «con
tanto siglo encima deberías estar acostumbrado». Elvira miraba al buen soldado:
«Tengo sed. Dadme agua, buen Pedrarias».
Pedrarias la miró con atención: allí
estaba, como siempre desde aquella mañana, el tajo y la flor roja, el vestidito
aún inocente, la mirada asustada. Sabía que, alguna vez, todo eso fue un aroma
y una sensación adentro de su pecho, ahora ya inútilmente evocado.
Se alzaba ya el sol, y toda sombra fue perdiendo
nitidez en tanto el río se acolchaba. Todos se encogieron, como guardándose en
una invisible concha, como asumiendo la condición de un vaho detenido que
contiene los ecos de las voces que alguna vez fueron y que ya no tienen ningún
sentido.
«Tengo sed», seguía
murmurando Elvira, cada vez más quedo, como en letanía.
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