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Crónica del canto del gallo


Como siempre, y por lo menos hasta el día en el que Dios decidiera dar al traste con este mundo, previo al alba llegaría el momento en que el gallo cantara. Pedro no ignoraba esa desde siempre rutina, anunciadora de las horas que empiezan a deslizarse cuando el hálito vital vuelve de sus extraños viajes nocturnos. Pero era una rutina, un ahí indiferente, como la piedra con la que tropiezas cada mañana al levantarte, y que con toda tranquilidad puedes ignorar. Su maestro, sin embargo, le sonsacó esa tranquilidad. Días atrás lo provocó: “Antes que cante el gallo”, le había dicho, “me negarás”.
Ahora estaba al amparo del fuego protegiéndose de las sombres y el frío, en el patio de la fortaleza; trataba de pasar desapercibido entre soldados, mercaderes de alimentos para noctámbulos, siervos, prostitutas para las urgencias nocturnas de la soldadesca. Adentro, su maestro pasaba por muy malos momentos. Dos veces ya, la primera con discreción y la segunda con vehemencia, había negado conocerle. Al otro lado del fuego, una mujer le miraba con insistencia, y murmuraba con su vecina. Pedro trataba de encogerse y desaparecer en ese imperceptible límite de claridad y oscuridad, aunque sabía que era inútil: invencible, se acercaba la hora del gallo.
Extraña alternativa la de Pedro: sin tenerla, la obtuvo. Por el resto de su vida, cada mañana de su existencia, aquel canto del gallo será su piedra de tropiezo, su escándalo personal, el aviso de su sombra que ni el día más soleado borrará jamás de la faz de la tierra. Por el resto de los siglos venideros, los herederos de Pedro querrán siempre otorgarle la paz a Pedro: harán todo lo posible por callar al gallo.

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