1. La artesanía: indagación por su origen, y descripción de ella.
En sí misma, la caja de madera no es más que una artesanía y, como tal, en algún momento de su historia estará destinada a caer en las manos de un artesano. De un artesano salió, a un artesano volverá. Sin embargo, hay que hacer claridad que se desconoce su final. Pudo haber terminado en un bote de basura, o quemada, o hecha trizas, o cualquier otro fin más o menos agradable, asunto que se deja a la imaginación del lector pues aquí no interesa.
Como artesanía, se podría calificar de “preciosura”, si tal palabra fuera permitida en los tiempos en que trascurre esta historia. La razón de su origen es desconocida con exactitud, aunque algunas insinuaciones se ofrecerán. Es plausible que se trate de un secreto gusto cultivado en el pasado, o algún capricho afectivo de los antiguos productores, con el que suponían entretejer en el objeto externo algo así como una extensión de sus estados mentales, llamados por lo normal “poesía”, “corazón”, “amor”, “eternidad”, en sus versiones más vulgares, o “trascendental”, “sentimiento de totalidad”, “hermenéutica trascendental” o “de la imaginación”, en versiones de doctos y analíticos.
Sea como sea, el hecho es que aquella caja era una artesanía. Su base era rectangular. El lado más ancho, y que constituía la parte frontal y trasera, era de poco más o menos un palmo, dejando a los costados lados menos anchos, de extensión de poco más de medio palmo. Esta medida correspondía también a su altura. La tapa de la parte de arriba se sujetaba con un par de pequeñas bisagras de cobre en la línea anterior. En suma: un objeto práctico, útil para guardar pequeños objetos o chucherías, susceptible incluso de ser producido en masa, ofertado de manera adecuada para transformarlo en imprescindible, y generador de pequeñas pero firmes ganancias en contribución a la buena marcha del engranaje social.
Ya se adivina, empero, que la posible veracidad del objeto en sí misma quedaba desvirtuada por el hecho de ser una artesanía. Por un lado, su patente inutilidad como producto comercial quedaba de manifiesto en el material. Era madera, pesada, de árbol de cedro. Con un esfuerzo de la imaginación, se puede observar a un anticuado hombre con su hacha, durante días y noches talando aquel árbol, devastando sus ramas, reduciendo a proporciones manejables la recia y rebelde madera; se puede perseguir el olor que a su paso dejan las mulas cargando por entre áridos parajes las pequeñas y pesadas cargas, parajes que en sus múltiples divisiones y subdivisiones van dejando deslizar los delicados pero firmes troncos, llevándolos así a habitaciones insospechadas, donde hombres y mujeres de perplejos y atrevidos talentos van horneando formas que pensarán, quizás, imborrables. Sí: es sólo imaginar ello, y se sabe ya del peligro y la ponzoña que encierra. Nada de materiales conglomerados o sintéticos, nada de comprensión o siquiera intuición de practicidad y seriedad.
No hay que lamentarse por eso: tan sólo se señala el hecho objetivo de la existencia de una caja de madera. Pero lo segundo a indicar, y quizás más grave que lo anterior, es que estaba tallada. Su base o parte inferior, del grosor de un dedo, en la parte frontal simulada el lomo de un libro de cuero viejo y trazos en relieve. El diseño se repetía en la tapa o parte superior. La pared frontal, a su vez, dibujaba, en relieve también, pequeños lomos de libro en sentido vertical, uno tras otro. De manera que, al ver la caja de frente y de manera ligera, y gracias al buen logro de la talla, daba la impresión de estar viendo una serie de pequeños libros juntos, sostenidos en su verticalidad por dos libros más grandes, uno arriba y otro abajo. La impresión se diluía al acercarse el curioso, y éste, es de presumir para aquellos tiempos un tanto estúpidos, esbozaría una sonrisa, al dejarse llevar quién sabe por qué tipo de pensamientos ante la pequeña engañifa.
Adviértase que un pequeño truco visual como este es aún admisible en nuestros tiempos. Lo sabemos parte de los procesos educativos, que ayudan a excitar los procesos de pensamiento para su desarrollo, que con el avanzar de los años se encauza y limita para acceder a lo correcto, de manera que ya en la edad joven y adulta se sabe que fueron tonterías despreciables, aunque necesarias para la adecuada formación. Pero eran otros tiempos, y estas claridades estaban lejos de ser logradas. Incluso, la engañifa era conscientemente cultivada por aquellos que, quizás como el que elaboró la caja y como el que la mandó a elaborar, no preveían la necesidad de un orden.
Esto último se dice en razón de un truco adicional. Este truco era de lo más simple: la caja poseía un secreto. Tal secreto era, precisamente, lo que le podría otorgar el calificativo de “preciosura”. Al acercarse el curioso a la caja y tomarla entre sus manos, podía suponer que era una caja destinada a guardar algo en su interior, y con esta suposición proceder a abrirla. Pero la caja no abría. No abría porque tenía un secreto. Y había que descubrir el secreto para abrir la caja.
Con los elementos anteriores, ya es posible llegar a conclusiones contundentes. Pero se solicita algo de paciencia, pues antes de exponerlas, y a manera de digresión y para dejar cerrado el discurso, se mencionará el secreto, que en sí mismo no es más que una engañifa intensificada.
El lomo de libro tallado en la parte inferior de la caja en realidad no era de una sola pieza de madera. La mitad izquierda de este lomo era un listón corredizo que se deslizaba, algo forzadamente, sobre el cuerpo principal, dejando al descubierto una abertura que guardaba una pequeña llave. Con esto, además, se dejaba espacio suficiente para halar hacia abajo el corredizo lomo de uno de los libros en posición vertical, el del centro, que dejaba al descubierto la cerradura correspondiente a la llave. De esta manera, quien quisiera abrir la caja tenía que indagar, con sus manos, sobre la aparente solidez y concretud de la caja, para descubrir la ligereza de sus mecanismos internos, algo que de chascarrillo podría pasar en aquel entonces, pero ahora es poco menos que soez.
De esta manera, y como en un crescendo de la faz del mal, lo que inició como un objeto plenamente utilitario, se fue degradando a caja artesanal, a artesanía preciosa, a preciosidad con truco y a truco con secreto. Para fortuna de las actuales generaciones, todo esto no es más que una curiosidad incomprensible, con rapidez olvidada gracias a las urgencias del presente. En este sentido, el relato que ahora inicia no tiene pretensión diferente a la de hacer una débil memoria de aquella curiosidad incomprensible.
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Mema