Cuando volví a casa la encontré tan tranquila y calmada
que pensé, te confieso, que había muerto.
No son muchos los años que pasé afuera.
Fueron pocos los días que aquí estuve.
A través de la ventana
la calle tranquila, los árboles casi inmóviles
apenas estremecidos por el viento.
La casa del frente,
llena de obreros en la mañana
donde alguna vez mis hermanos jugaban con los vecinos.
Aquí, todo está tranquilo.
Los pisos son fríos, las paredes blancas, las puedo tocar digo yo.
El mismo techo.
En los armarios
los viejos juguetes dañados y sucios que no he sacado porque no quiero más nostalgia
y ya soy mayor.
Mira: los libros empolvados y siempre en su lugar,
yo los abría y leía cosas,
pero ya nadie los usa.
De vez en cuando oigo las voces queridas y acostumbradas,
aunque mis hermanos ya no están aquí.
Mi mamá y mi papá caminan
aunque muchas veces no los oigo.
Todo lo miré, todo lo toqué, lo sentí con mi piel,
abrí cajones y reconocí cada papel,
cada paso, cada presencia,
y de repente
me silencié
y me picó la cabeza
y sentí la distancia
de aquellos días.
Quizás todo esté muerto.
A lo mejor aun no me he ido,
quedando atrapado entre fantasmas.
Mi casa, no sé, aún puedo partir,
intentar olvidar, irme por largos años.
Quizás, si me ausento,
si dejo que el tiempo me golpee y arruge, me marque las carnes con su vejez,
me agobie con su peso,
quizás entonces, te murmuro, al llegar de nuevo a buscar las calles tranquilas el viento detenido los cajones y papeles familiares los recuerdos pegados a las paredes los libros empolvados los pisos las puertas
quizás entonces no encuentre sino la ruina abandonada
quizás la devastada me golpee el pecho como el mar al acantilado
y muera invencible
de nuevo en mi hogar.
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