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Artesanía (3 de 5)

3. De los prolegómenos para el inicio de un trabajo.
Los latidos del mundo se habían ralentizado. Ese enorme organismo de metales y vigas, de torres levantadas en acero y polímeros, de largos nervios de coltan por entre el asfalto dispuestos a la rápida y precisa transmisión del Espíritu, tomaba una pausa en su ansiosa magnitud. Era joven si se comparaba con la larguísima y lenta evolución de sus creadores, pero una vez reconocido como Ser, pronto saltó de la privilegiada piedra al maleable concreto, y de allí a su actual cualidad aérea, tomando posesión de todos los rincones del planeta y habitándolos con su soplo. Esto explica que, como una pitón cargada de su última caza, cada tanto tiempo necesitara de cierto reposo para realizar la labor de absorber los nutrientes proporcionados por la presa que antaño fue señor. Ese tiempo proporcionaba justo la somnolencia necesaria para manifestar, a manera de nocturnas e involuntarias poluciones, los hábitos ancestrales ya desechados en la vida ordinaria.
Hacía poco que el Artesano había cerrado su local. Ahora, sentado sobre un pequeño taburete y fumando, miraba hacia el punto en la penumbra donde, sobre un tablón, reposaba la caja de madera, en medio de herramientas empolvadas por el fino serrín. El aliento del Espíritu, si bien reposado, alcanzaba a tensar la atmósfera con tamborileos y suspiros. Esto no inquietaba al Artesano, quien divagaba sobre la coincidencia de la llegada de aquella caja, tres días ha, y el tropel de gente que empezó a acudir a su tenderete con encargos de muy diverso tipo. Desajustes en puertas de armarios, sillas descascaradas, patas de mesa o escritorio con quiebres, pinturas levantadas o apenas ajadas, rajaduras imperceptibles pero amenazantes, túneles de comején, bisagras perdidas, tornillos descabezados u oxidados, absorbieron su atención durante las jornadas precedentes.
Su sorpresa era enorme. Hacía mucho tiempo que tal volumen de trabajo no se presentaba en derredor suyo, y oscuramente asociaba aquella abundancia con la presencia de la pequeña caja de madera. A la petición de su cliente sobre un punto preciso en el futuro para la entrega, le había indicado, calendario en mano, una tarde de martes veinte días después. Si bien el Artesano sabía que en dos días tendría la caja reparada, dado que era poco el trabajo que le solicitaban, a pesar de la vaga condición de su presente prefirió proporcionar una fecha tardía. Quizás lo hizo por la simple costumbre marcada por la nostalgia de sus años de aprendizaje; en aquel entonces el tiempo real era, en verdad, extenso, indeterminado, de manera que pocas veces las fechas indicadas se cumplían, invitando a una resignación cómplice que, en su efecto secundario, añadía horas anhelantes a la condición subjetiva de los objetos: era una provocación el descubrir el anhelo oculto de estos, y su disposición a prolongarse. Con el progreso y la relocalización del Ser, tales provocaciones fueron reducidas al máximo, incluso alcanzando los márgenes reutilizables del desecho, de manera que podría decirse, ahora y con alta certidumbre, que nada de lo existente se dañaba. Ni daño, ni desecho. Simplemente la cosa poseía, tanto en su génesis material como espiritual, el momento preciso de su obsolencia; allí mismo, en silencio y sin funerales, era vaporizada.
En este nuevo mundo, muchas tardes y mañanas del Artesano eran de hacer y deshacer objetos para nadie, por solo placer, por no decir maña de viejo que, alcanzando a ver morir el mundo en que nació, fue incapaz de adaptarse al mundo que en su vejez le invitaba con insistencia a un nuevo nacimiento, susurrándole por lo bajo que sin embargo era mejor que se fuera al diablo. Se entiende, pues, su sorpresa y olisqueo de misterio. Dos o tres horas después de recibir aquel encargo, los vecinos empezaron a llegar con objetos a reparar en abundancia, como si un viandante hubiera pateado al descuido un oxidado latón del que surgen, en silenciosa algarabía y en múltiples direcciones, los pequeños animalejos que se alimentan de la humedad oscura y gelatinosa. Deseaba acometer cuanto antes aquel trabajo, pero sobreponiéndose, enfocó su voluntad a arreglar aquella miríada de trastos que le alejaban, por algunos días, de su auténtico interés.
Devastó, martilló, pulió, atornilló. Consciente de la presencia tan a la mano y tan pospuesta de aquella caja, trabajó con ahínco. La concentración de sus ojos y la coordinación de sus nervios y músculos en los movimientos del cuerpo y su contacto con el material, fue inhumana por tres días. El Artesano, claro está, no recurrió a tal calificativo; aunque no se diera cuenta, lo cierto es que se acompasó al ritmo de los latidos del mundo que penetraban por entre las paredes de su habitación, siempre pensando que era su propia voluntad la que se obligaba, para pronto emerger a la soleada arena blanca que vislumbraba. Pasaron las horas y los días, lentos, espesos, en ese su personal descensus ad inferus, acompañado no de guías ignotos o sabios o ángeles esperanzadores, sino de su habitual taza de café que humeaba cada dos o tres horas.
Con lentitud, los estantes recibían las nuevas creaturas destinadas a alargar sus vidas algunos meses más, antes de sumergirse en el definitivo olvido. No llegaban ellas, sin embargo, con aliento; apenas mecánicas, sin gracia ni sabor, con metáfora diríase en condición vegetal. El Artesano trabajaba preciso y sin pasión, reservando esta para la pequeña caja de madera que, paciente, esperaba sobre uno de los tablones en la dignidad concedida. La barahúnda fue adquiriendo orden y pulcritud, y al tercer día, muy de mañana, sólo quedaba el nicho vacío del primer y último encargo.
Era domingo. El Artesano prendió un fósforo, y mientras se acercaba a la estufa y giraba la perilla del gas, la gruesa y envejecida piel de sus dedos apenas sintió el escozor de la candela de la cerilla que le alcanzaba. La flama se alzó en la semipenumbra, y sobre ella posó un caldero pequeño con agua, la cual pronto borboteó y pasó a un pocillo, revolviéndose con el café. Tras un minuto de reposo, fue tomada por el Artesano quien, habiendo encendido un cigarrillo, alcanzó un pequeño taburete y se sentó. Minutos después terminaría con lentitud su café y su cigarrillo, y daría comienzo a la esperada labor.

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