2. Donde, a manos del Artesano, llega una “preciosa” caja de manera
«¡Eh! ¡Artesano!»
El Artesano acudió al llamado. Era obvio que lo llamaran a él, pues en aquella calle, e incluso era muy posible que en aquella ciudad y aquel país, fuera el único artesano. Tan único, que ya hacía mucho tiempo se había acostumbrado a olvidar su nombre, y quienes le rodeaban también. Incluso, los que le buscaban para algún trato o trabajo, cosa cada vez menos frecuente, no se preocupaban de tal minucia: el artesano era el Artesano.
Quizás se tratase de algún vecino al que no le hubiera reconocido la voz. Esto era lo más frecuente, dado que, por vieja costumbre, no dejaba de prestar favores de muy diverso tipo. Quizás se tratase de algún cliente buscando reparar algún aparatejo, haciendo presencia en su tenderete, eso sí, con discreción. En los tiempos en que transcurre esta historia ya no era costumbre ‘reparar’ objetos que, por alguna pequeña falla, por mínima que fuera, hubieran perdido su posibilidad de uso. No se trataba de que fuera algo mal visto, aunque esta era la común opinión. Era un asunto mucho más sutil y etéreo, como una textura propia en la cual nos deslizamos apaciblemente hacia el fin en sí mismo. Era un asunto de certeza, la certeza, y en unos muy pocos la dolorosa conciencia, de que la buena marcha del mundo dependía de la actitud propia que los analistas contemporáneos llaman ‘el consumo responsable’, esto es, aquella persona que cumple con su deber social de adquirir y desechar.
La persona que se encontraba en el aparador del pequeño tenderete, esperando a ser atendida, se correspondía a tal tipo, lo que explica su evidente incomodidad. Su rostro maduro era inexpresivo, consciente de estar realizando una acción tan sólo de compromiso. El objeto que traía entre sus manos le era indiferente aunque, lo sabía muy en el fondo, algo atávico habitaba en él. Era posible que fuera tan sólo la fastidiosa proyección de su esposa, quien había insistido en reparar el objeto a contravía de la norma en uso. El hombre poseía todas las capacidades para proveer en su hogar las eternas nimiedades, y consideraba desconsolador atender tal capricho, pero en la oscuridad preveía que, de no acceder a ese irracional, el afecto debido se vería enfrentado a algún extraño viento, como los inesperados y absurdos cambios de temperatura que aún la ciencia no podía controlar. Para su fortuna, en la zona donde había sido asignado durante los últimos diez meses, se contaba de un vejete disvariante pero diestro, habitante de uno de los tantos cuchitriles de finales de siglo, sobre cuyos terrenos se cernía, esperanzadora, las grandes alas rectoras de las directrices urbanizadoras del país.
Alentado por esta sorpresa, y aún con curiosa delectación a pesar del fastidio, pronto supo de las indicaciones para llegar al lugar. Por un lado, en su espíritu se asomaba una especie de antiguo heroísmo, al estilo de aquellos prohombres que trajeron progreso a la patria en tiempos no muy lejanos y que lograban conciliar y atender los deseos de los miembros de su hogar; de esta manera, como si fuera un inesperado batallón que salvador surge de entre la espesura, o los haces de luz que iluminan repentinamente el caos, ante el café mañanero el hombre anunció que había encontrado la persona que podría hacer el trabajo. Por otro, en las fibras profundas de su personalidad resonaba, y hasta ahora desconocida, una imaginación que lo proyectaba al estilo de los pretéritos arqueólogos, que acudían con premura al llamado de los ingenieros, con el encargo de quitar de en medio los vestigios que, por ocasión de anticuadas y aún no derogadas leyes, aminoraban de manera desesperada el ritmo constante de las máquinas. Supo el hombre, sin embargo, que todo ello eran chapuzas, apenas vio cómo del fondo del cuchitril aparecía un hombre encorvado atendiendo a su voz. Supo que estaba allí todo lo que despreciaba. Supo por fin ubicar el sabor amargo que le dejaba su mujer.
Conservando la compostura, de su maletín extrajo el envoltorio, y deshaciéndolo, deslizó sobre el escaparate la artesanía, hacia las temblorosas manos del Artesano. «¿Es posible arreglarlo?», preguntó. El Artesano palpó aquella madera, olfateando con las manos sus vetas, y alcanzó a percibir el vaho de la historia. Sus gestos y su ceño parecían los que un gato que con cautela explora un rincón poco iluminado de la casa, y esto le provocó curiosidad al hombre, quien cayó en cuenta de no haberle explicado al artesano la molestia que representaba aquella caja por su truco escondido, ahora inútil por haber perdido la llave y haber destrozado la cerradura en su impaciencia por abrirla. Ciertamente ese viejo debía de llevar muchos años encima: sin necesidad de explicación, pronto corrió la escondida puerta de la caja, olfateó su interior, y acarició el astillado pedazo del metal ausente.
«Claro que sí», respondió el Artesano; «por demás, es un trabajo que vale la pena: hacía mucho tiempo que no veía una preciosura de estas». El hombre no deseaba perder tiempo con extrañas palabras y evocaciones, ni tampoco aspiraba a explorar la luz que hacía un momento centelleó en su conciencia. De manera precisa, anotó: «Es un encargo. Quisiera tenerla lo antes posible». El Artesano no se hacía ilusiones, y sus años le habían acostumbrado a la índole de los tiempos presentes. Su arranque de entusiasmo se debió a lo excesivo de la ocasión; en efecto, se había olvidado ya de la última vez que alguien se había acercado a su tenderete con ánimo reconciliatorio al recuerdo, con intención de tan sólo recobrar de los requiebros del uso lo querido porque sí, y esta pequeña caja, de repente, borraba los años desérticos de los objetos que, aunque con posibles añoranzas, llegaban a sus manos por simple imposibilidad monetaria de dejarlos de lado. Entendió con todas sus letras la insinuación de su cliente, y le proporcionó una fecha poco más o menos precisa, junto con un precio que daba carta de ciudadanía a su existencia. Pocos minutos después, resuelto lo único y lo básico, la luz entraba ya sin interrupciones por entre el marco de su puerta, y él, con un objeto latiendo entre sus manos, como el huevo de un ave desconocida que se presiente bajo el cascarón, se internó hacia su mesa de trabajo.
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